La pelota sin tiento

Mauricio Coccolo

Todos los días a la tardecita, después de dar la vuelta al pueblo en bicicleta, Guzmán se sienta en el banco de la estación del ferrocarril. Mira las vías de costado, perdidas entre los yuyos, y recuerda el sonido del tren. La última vez que lo vio pasar no sabía que sería la última. Piensa en todo lo que pudo haber sido y no fue.

Abstraído, Guzmán saca un caramelo Media Hora del bolsillo de la camisa mientras observa a los chicos que juegan en el Parque Municipal, donde estaba la vieja cancha de fútbol. En su época los arcos eran de palos cuadrados, de quebracho, y tenían redes de hilo negro. Guzmán se ríe con los ojos y recuerda que el arco que daba al centro del pueblo estaba un metro más abajo que el otro. La inclinación del terreno obligaba a los arqueros a salir corriendo detrás de la pelota calle abajo después de cada remate desviado.

Un rubio gurrumín elude con facilidad a sus rivales, la camiseta le sobra por todos lados, acelera, frena y de repente saca un tiro espectacular que pega en el travesaño. Guzmán reacciona, dobla en cuatro el papel del caramelo, presiona con fuerza los pliegues y sin querer se acuerda del torneo nocturno de 1939. Somos lo que recordamos, piensa.

Cada verano la Tienda Los Vascos organizaba un campeonato comercial que se jugaba de noche durante los fines de semana de febrero y terminaba el primer domingo de marzo. En el torneo del 39 la novedad fue que los hermanos Garay trajeron desde la ciudad una pelota sin tiento. Nunca nadie en el pueblo había cabeceado un balón tan amable y redondo. Tenía una válvula oculta debajo del cuero, en una de las costuras, y requería de un artefacto especialmente diseñado para inflarlo.

El Quito, que era el menor y menos iluminado de los Garay, se encargaba del cuidado de la pelota. El Vasco era el mayor de los hermanos y, además de la tienda, había heredado el apodo del padre. Al segundo le decían Vasquito y al tercero Quito, para diferenciarlos. La hermana más chica se llamaba Encarnación y era la única mujer de la familia desde que había muerto Doña Ane, a la que todos le decían Ana.

Para el campeonato del 39 los Garay necesitaban un buen arquero y organizaron una prueba entre la gente del pueblo. Aprovecharon la exclusividad de la cancha y la pelota, pusieron un pizarrón en el círculo central y le encargaron a Encarnación que anotara los nombres de los postulantes. Guzmán se presentó a la prueba con una boina vasca para impresionar de entrada y, de paso, ocultar una incipiente calvicie. Anduvo muy bien, atajó los diez tiros que le patearon entre el Vasco y el Vasquito y confirmó que lo habían elegido cuando Encarnación marcó su apellido con un círculo en la pizarra.

Guzmán dibuja el rostro perfecto de Encarnación: la piel de terciopelo, la nariz delicada, los ojos negros saltones y el pelo lacio hasta la cintura. Una belleza única e inolvidable. Cada tanto sueña con ella. Los Garay usaban a la hermana de anzuelo para atraer a los mejores jugadores. Qué épocas, piensa Guzmán y cambia el caramelo de cachete.

Un gordito grandote, pecoso, corte taza, buzo rojo, rodilleras y guantes, a los gritos discute que la pelota no entró mientras la presiona contra la cadera y amenaza con llevársela si no le dan la razón. Guzmán sigue con atención la pelea de los chicos y vuelve a ver la cara desencajada del Quito la noche previa a la final del Nocturno.

Los hermanos Garay habían organizado una comilona para todo el equipo, sentaron a Encarnación en el medio de la mesa, con la pelota adelante. Al lado, el Quito cuidando. El Vasco propuso un entrenamiento matutino, el domingo, para afinar la puntería porque les estaba costando agarrarle la mano a la pelota sin tiento. El Vasquito estuvo de acuerdo, pero el Quito se opuso férreamente argumentando que el cuero del balón estaba muy gastado, al límite, a punto de romperse, exageró, aunque no lo tomaron en serio.

Enojado con la decisión de la mayoría, el Quito arrastró la silla, agarró la pelota, se levantó y se fue a dormir. El Vasco hizo un leve gesto con la mano para que lo dejaran. Antes de acostarse, el Quito lustró el cuero con un cepillo y grasa de chancho, lo dejó en la mesa de luz y durmió con un ojo abierto. Cerca del mediodía, despertó desencajado, con la camiseta pegoteada por la transpiración y los pelos revueltos. Tardó en reaccionar, demoró unos minutos hasta que recordó que era domingo y cuando vio que la pelota no estaba entendió que ya era tarde. Muy tarde.    

Antes de la final, el Vasco y el Vasquito le ordenaron al Quito que inflara un poco más la pelota porque la sentían fofa. El Quito trató de hacerles entender que por la nueva confección parecía más liviana, pero no hubo caso. Contra su voluntad, infló el balón con precaución y delicadeza. Después de tres bombeadas, lo presionó con las manos y notó una dureza que no le gustó. Las costuras se veían muy tirantes.

El Quito sufrió durante todo el partido temiendo que la pelota estallara en el aire. Pensaba en la mala publicidad que eso significaría para los fabricantes y sus propios hermanos si es que planeaban venderla en la tienda. Cerca del final se olvidó del asunto, envuelto por los nervios de una definición que se había estirado más de lo previsto.

El rejunte de changarines resultó más bravo de lo que todos suponían, no se conformaban con ser la revelación del Nocturno y querían llevarse la plata del premio. El wing derecho, un chaqueño petizo y narigón, peinado a la gomina, estaba intratable. Llevaba la pelota pegada a la punta del botín, hacía todo con la zurda, trancos cortos y rápidos, hasta que frenaba el paso de golpe, encorvaba el lomo como un gato asustado y sacaba un puntazo de derecha, casi sin darle recorrido a la pierna, buscando los ángulos.

Agrandado por la presencia de Encarnación, que seguía el partido a unos metros del arco, Guzmán se sentía imbatible, aun contra los latigazos inesperados del chaqueño. En uno de los últimos revolcones perdió la boina. Encarnación la levantó, le sacudió la tierra y la guardó para devolvérsela al final del partido. Guzmán lo sintió como un gesto de aprobación a la propuesta que le había hecho de ir juntos al baile a la noche.

Después de un rato largo discutiendo, el gordito pecoso de buzo rojo salió corriendo con la pelota, la metió en el canasto de la bicicleta y se fue pedaleando a toda velocidad hasta desaparecer sin que los demás reaccionaran. Guzmán sintió una brisa de aire en la espalda, se estaba poniendo fresco. Era hora de volver a casa, pero algo lo mantenía sentado en el banco de la estación del ferrocarril.

El ruido de la explosión de la pelota fue como un sifón cayendo de la mesa. Guzmán lo tiene todavía en los oídos. Alcanzó a girar la cabeza y vio cuando el balón explotó después de pegar en el filo de abajo del travesaño. La cámara voló despacio hasta la red y el cuero cayó como una bolsa a la altura del área chica. El chaqueño gritó el gol como lo que era: un gol de campeonato. El árbitro dudó, no sabía qué cobrar: la cámara de la pelota estaba adentro del arco, pero el cuero desinflado no había pasado la línea de meta.

El Vasco protestó airadamente argumentando que la pelota completa no había entrado, mientras el Vasquito blandía en su mano el cuero amorfo y el Quito, desahuciado, hacía girar entre sus dedos la goma de la cámara, inflada y desnuda. Encarnación miraba sin poder creer lo que estaba ocurriendo, disimuladamente se agachó y dejó junto a la base del poste la boina de Guzmán, que andaba entreverado en la discusión.

Ya en el vestuario del árbitro, los Garay resolvieron que correspondía mandar una nota a la FIFA y ordenaron que la policía tomara declaración a todos los testigos que habían visto la jugada. Entrada la noche, llegó desde la ciudad un ilustrador profesional que dibujó distintas recreaciones de la acción según los testimonios. Al otro día, el Vasco despachó una encomienda a Zurich adjuntando las pruebas, la cámara y el cuero de la pelota, solicitando pronta respuesta: ¿es gol o no es gol?

Durante las dos primeras semanas posteriores al conflicto, los jugadores se turnaron para ir a estación del ferrocarril a esperar la llegada del correo. Después de un mes sin novedades, uno de los changarines propuso mandar otra carta aduciendo que la mayoría de ellos habían terminado sus trabajos en la cosecha y pronto abandonarían el pueblo. Los Garay estuvieron de acuerdo y repitieron la consulta a la FIFA, que nunca contestó.

Con el paso del tiempo las broncas aflojaron y todos se olvidaron del asunto. El único que mantuvo la costumbre de pasar todos los días para controlar si había llegado algo fue Guzmán. En una de tantas se cruzó con Encarnación, que volvía de la ciudad a pasar el fin de semana en el pueblo. Pensó en decirle algo, preguntarle qué era de su vida o cómo iba con el estudio, pero se quedó paralizado cuando un gringo alto y elegante, que bajaba del tren cargando las valijas, la tomó de la mano y se la llevó caminando para el lado del centro.

Los chicos que jugaban al fútbol se fueron. El silencio se adueñó del parque vacío. Guzmán cree que escucha el traqueteo del tren. No puede ser, hace como 30 años que ya no pasa. Mira fijo a la nada, apoya las palmas en las rodillas, se pone de pie, suspira profundo, estira las piernas, acomoda la boina, sube a la bicicleta y se va pedaleando despacio mientras vuelve a pensar en todo lo que pudo haber sido y no fue. Quizás, como cada tanto, por la noche sueñe con Encarnación.

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